De quietud y paciencia.

"El sol no se ha puesto aún por última vez". (Tito Livio)

Cuando apareciste en mi vida ya había tirado la toalla. Estaba vencida. Me había hecho a la idea de que el destino que tenía por delante sería el resultado de los errores de mis elecciones. Nada más. Lo acepté. Por jodida que fuera la situación que podía imaginar, la acepté y punto. Lo que más lamenté de mi rendición era perder la capacidad de soñar, la imposibilidad de volver a sentir la sorpresa llamar a la puerta de mi ilusión. Toqué fondo. En un lugar sombrío e inhóspito donde tuve la garantía de ser invisible a cualquier escapatoria, incluida la esperanza. Allí permanecí, me alimenté del veneno de mis desesperanzas, porque era la consecuencia de morir solo por dentro, una continua obligación del cuerpo a la existencia. 

Ahora no recuerdo bien si te lo dije alguna vez. Pero sentí como una gran bofetada por parte de la curiosidad, que miraba con ojillos excesivamente abiertos en tu dirección. No comprendí que veía alguien como tú en mi. Justamente porque no traté de disimular el estado en que me encontraba. Dejé que me vieras tal cual me encontraste... y seguistes ahí. Perseverante.

Aún respiro. Y aunque a ratos lo hago solo de reojo, no he dejado de mirar en la dirección de la hendidura de la roca (esa que abriste para mí sin necesidad de decir nada). Las almas se tocan así, con la sutileza del haz de luz que penetra la oscuridad de la roca y posee la capacidad de inducir la actividad celular. Nadie resucita a base de enseñanzas, ni de esfuerzos ajenos, a veces basta la quietud de otra alma... y un extra de paciencia.