DE TAL PALO...


"Enseñar es aprender dos veces"
(Joseph Joubert).

     Lo mejor de ser madre, es la posibilidad de seguir aprendiendo de tus propios hijos, es una parte que alimenta siempre de un modo genuino nuestra propia curiosidad. Antes de ser madre, tenía muchos conceptos asumidos de como debía de ser una madre. La mayoría de ellos de la experiencia propia como hija y en relación a mi madre. Pero del mismo modo que no hay dos hijos de un mismo parto iguales a la hora de educar, no hay dos madres iguales en efectividad y formas. Quizás por eso siempre tengo esta sensación de no estar siendo lo suficiente buena, este miedo a no ser capaz de inculcar y transmitir a mis hijos valores y aptitudes que les hagan ser fuertes, valientes y mantener la fe en ellos mismos frente a cualquier situación que tengan que enfrentar.  

Lo de ser felices... bueno... Es algo que nos preocupa en sobremanera a  quienes somos padres, queremos que nuestros hijos sean felices y nos esforzamos poniendo la vida en ello. Yo soy de las que piensan que en cuestión de felicidad deben buscar solos sus propias formas. Sé que las cosas que me hacen felices a mi, nada tienen que ver con aquello que hace felices a mis hijos. Cada cual tiene sus prioridades y sus metódicas para perseguir momentos felices. Si hay algo que tengo muy claro, pese al desastre de madre que soy, es que lo que a mi madre le funcionó conmigo, ni de coña me funcionaria a mi con mis hijos. Los individuos además de seres genéticamente creados, somos entes afines en metodología a la generación en que nos toca vivir. Pocos son los que se libran de ir por libre a los tiempos y conductas que marcan la sociedad de su tiempo. Mi felicidad se basa en ello. Es por eso que jamás intenté inculcar a mis hijos esa característica propia de mi personalidad. Ser la rara,  la diferente,  a menudo pesa más que momentos felices proporciona. Aun así... Lucy, pese a lo diferente que es a mi en muchas facetas  es una réplica perfecta en sus actuaciones. Siempre sabe qué hacer y cómo debe hacerlo mientras el resto del universo se desintegra a su alrededor. Lo mejor aparte de su habilidad resolutiva es que nadie tiene capacidad de ver que piensa en esos momentos de acción. 

     El domingo tuve un percance en una pierna. En cierto momento tuve miedo al sentir que me mareaba.  Temí que pudiera perder el conocimiento y que los demás se bloquearan. Sangraba con mucha presión y lo último que quería era verme desplomada en el suelo sin que nadie atinase a taponar la herida. Pero entonces miré a mi hija a la cara. Ella sabía que yo estaba asustada pese a que intentaba quitar hierro al asunto asegurando que estaba bien, yo la vi a ella tan segura que le fui dando indicaciones de que hacer mientras apretaba la herida con mi mano. En ningún momento le dije que me sentía mareada y que si perdía el conocimiento debía hacer tal o cual cosa. No quise empeorar la situación. Si tenía que empeorarse, Lucy sabría qué hacer. Lo supe al ver en modo en que apareció de la nada con un rollo de venda y comenzó a doblar y hacer un torniquete. Mientras me aseguraba el torniquete calmaba a su hermano y daba órdenes conjuntas repitiendo a su padre todo lo que yo iba indicando que debía coger para salir pitando con el coche. Me pareció ver a su tía Chus, tan desenvuelta ambas. Sentí un gran alivio al comprobar que he colaborado para bien en la formación de dos mujeres que saben coger al toro de la circunstancias por los cuernos sin titubeos. 

     Cuando volvimos a casa, ya con la situación controlada, me contó que había pasado miedo porque al abuelo con el disgusto le sube la azúcar en sangre y que estaba preparada para llamar al 112 si no le bajaba. Le dije que había estado tranquila mientras su padre y yo estábamos fuera por eso mismo, porque confiaba en su capacidad para afrontar situaciones difíciles. También le dije que estaba muy orgullosa de ella. Le di las gracias por como lo había hecho conmigo, con la seguridad que me había socorrido y lo perfecto que lo había ejecutado. Al volver pude comprobar que además de cuidar de mi padre, había consolado y calmado a su hermano y limpiado todo el desbarajuste que había dejado con el reguero de sangre. En un momento de esa conversación respiró hondo, resopló, y por primera vez vi la carita de vulnerabilidad de mi niña mientras me decía: Ojú mamá qué miedo he pasado. Cuando vi que no se cortaba la sangre y que corría por todos lados pasé mucho miedo, estaba muy nerviosa. Me quedé mirando a mi hija intentando no mostrar un atisbo de emoción y solo atiné a decir: Pues si no lo dices, ni se te notó. Así que no lo digas, lo has sabido solucionar muy bien. Como debe ser. No importa si tenias miedo o si estabas nerviosa, lo que importa es que lo que hiciste fue efectivo y correcto. 

     Todavía cuando miro a mi hija veo a aquella niña de cinco años con gafas azul pavo real y unos diminutos dientecillos de ratona. Tan mayor para su edad, siempre cuidando de su hermano y forjando ese carácter imperativo que tiene y que tan pocos comprenden. Todos los que la conocen saben al nombrar a Lucía García quien es por su carácter tan peculiar. Y a menudo me siento culpable de haber contribuido con mi enfermedad a que ella no estuviera libre del sufrimiento a tan temprana edad. Lucy tiene una barrera que pocos pueden franquear, y no es de protección frente a lo que hay fuera como la mayoría de las chicas de su edad. La cabecita de mi Lucy es un arma mortífera de supervivencia. Puede destrozarte en uno de sus arranques... y también salvarte la vida. 

     

     Como sé que que entras por este lugar de vez en cuando a curiosear, aunque digas que te da vergüenza cuando en clase tus compañeros hablan de tu madre bloguera... jejeje... te dejo al músico que compartimos en gustos. Yo tenía tu edad cuando le escuchaba tal como está en este video.