El caramelo mágico.

Caramelos de amor

"La acción es el fruto propio del conocimiento"(Thomas Fuller). 

     ¿Tú crees en la magia de un caramelo?...
     Todas las sustancias con acción dependiente, están vinculadas por un efecto al que podríamos llamar mágico. Nadie las experimenta igual, aunque los síntomas son muy parecidos. Pero al margen del azúcar, y el efecto que hace éste en nuestro organismo, te quiero contar hoy la magia que descubrí en la víspera de Reyes durante una de las primeras cabalgatas en mi ciudad.

     Era una niña por entonces, mi familia tenía un nivel económico privilegiado y era hija única. Recuerdo que la víspera de Reyes mi casa se convertía en una juguetería personal, mis padres tiraban la casa por la ventana y yo obtenía todo aquello que con tanta ilusión había pedido en mi carta a los Reyes Magos. Mi madre se quedaba en casa cuidando de mis abuelos y mi padre me sacaba a la cabalgata. A la vuelta, siempre era igual. Mi madre salía corriendo al encuentro diciendo que había dejado la puerta abierta, que no se había atrevido a asomarse no fuera a ser que los Reyes Magos y sus pajes se marcharan corriendo, mis abuelos acompañaban la historia apuntando su propia perspectiva de ella. Y aquella niña que fui, entraba en un trance de felicidad que sigue vivo en mi memoria cuando me recuerdo recortar corriendo la esquina del pasillo hacia mi habitación y cruzar el umbral de la puerta de aquel que era mi reino. Yo era de las que rompía los envoltorios gritando y lo abría todo a la vez. Pero esa era la segunda magia de la noche de Reyes. Mis padres nunca me hicieron dormir al volver de la cabalgata, ellos me dejaban reventar la noche disfrutando de toda aquella magia junta. Al cúmulo de juguetes, libros de lectura y material de papelería que eran mis cosas favoritas. Se unían bolsas y bolsas de chuchuerias de todas las marcas y virguerías que había por aquella época y hasta las novedades que casi nadie tenía Mi padre siempre se encargaba de que yo tuviera primero que el resto aquellos productos que anunciaba la televisión, cuando Internet y Amazon todavía no ayudaban a los papás a complacer a sus princesitas.

     Sin embargo la verdadera magia protagonista era la de un simple caramelo. Mi padre se metía un par de bolsas de plástico en los bolsillos de los vaqueros. Me parece verle tan fuerte, moreno y guapo, con aquella impresionante barba que ahora los hipster han vuelto a rescatar. Ese gesto de guardarse las bolsas, lo llevo a fuego en mi disco duro interno y el eco de mi madre repitiendo: "Juan, ten cuidado con la niña, como la pierdas o le pase algo, más te vale no volver" entonces mi madre, en el mismo escalón de la puerta, se dirigía a mi como última instancia y me decía: "neni, no pierdas de vista a tu padre". Yo tenía todos los caramelos y chuches que cualquier niño pudiera desear probar escondidos en algún lugar de nuestra casa. Esperando que nos marchásemos para  que mamá empezara a decorar y organizar mi dormitorio. Pero allí estaba mi padre, a la caza, con su mirada de niño grande prendida en la cara y la sonrisa del mejor padre, el que durante unas horas se iba a comportar como un niño a mi lado.

     Mi padre me llevaba de la mano y la primera vez que veíamos la cabalgata me cogía a hombros para que lo viera todo bien. Y luego ya no podía aguantar aquella sonrisa abierta me decía: "ea, ahora vamos a coger caramelos. Primera regla: siempre detrás mía (por lo de no adelantarme y meterme bajo las rueda de los tractores que tiraban de las carrozas) y segunda: si te pierdes no te muevas del sitio, que yo te encuentro enseguida. ¿Está claro? Si me pierdes de vista, no te asustes y no te muevas hasta que yo llegue." Recuerdo que aquellos momentos, la sangre parecía querer escaparse de las venas, sentía mi pulso a un ritmo que no sentía en otras ocasiones. Entonces mi padre se abría paso entre la multitud conmigo de la mano tras él y buscaba el sitio perfecto para coger caramelos. De él aprendí a que parte de la calle es mejor para pararse a esperar la cabalgata. A mirar los balcones, a reconocer los que tienen ciertos privilegios en la ciudad y tener en cuenta eso para situarnos debajo. A evitar situarnos junto a personas que también cazan caramelos. Esa tarde son muchos los "niños grandes" que salen a reventar su lado más personal del ego.

     Dicen que los niños son crueles. Yo siempre he pensado que no existe crueldad en la mente de un niño, sino espontaneidad, elección, sinceridad, y falta de hipocresía. Por eso obran con el impulso de quien no teme lo que el otro piense al respecto. Sí observas, en una tarde/noche de Reyes, se ven muchos sueltos. Niños y "niños grandes", que no entienden de más verdad que la de ser los primeros por conseguir aquello que anhelan: la felicidad del momento. De sentir que pueden obtener la felicidad plena en un solo instante, y en un acto tan simple, que... se tiran, compiten, y pierden los zapatos por un puñado de caramelos.

     Recuerdo aquellos momentos como envueltos en un instinto animal de cazador. Mi padre me preparaba cuando el desfile se acercaba, me enseñó a colocarme las asas de las bolsas como tirantes, a mirar a los ojos de quienes tiraban desde arriba la chuche, a gritar y reclamar su atención, a agacharme al suelo antes que el resto cuando llegaban las carrozas de los Reyes... o en las siguientes veces que salíamos al encuentro de la cabalgata, cuando pasaban aquellas en las que quienes iban encima, tiraban más chuches con diferencia al resto. Era un sinfín de correr por las calles, atravesar unas manzanas y esperar de nuevo el paso. Y ver como mi padre tenia que meter una bolsa sobre otra para que soportara el peso, comparar las bolsas de otras papás tan vacías a las del mio. Ver a mi padre saltando por encima de la gente, sobre la gente, a cuatro patas por el suelo. Estar revolcándome también por la calzada entre la multitud, con culos, rodillas, pies, manos avasallando y peleando las capturas y verle a él, igual un par de metros más a la derecha o a la izquierda. De vez en cuando alguien mayor trataba de arrebatarme mi captura y escuchar esa voz inconfundible que decía: "eh, eso lo ha cogido la niña antes" Cada uno de nuestros movimientos eran un acto puro, primitivo, e irrepetible de felicidad. Y entre los miles de caramelos que esas noches son lanzados van los mágicos. Esos a los que me refiero y te pregunto si crees en su magia. Hay que saber distinguirlos. No es fácil, pero si pones atención, los descubres y entonces... ¡Dios! que belleza en el instante, que sensación, no tengo palabras para expresar que se siente. Mi padre era único para cogerlos al vuelo, los conseguía hasta a puñados, y yo me sentía la hija más afortunada de todo Dos Hermanas por que mi padre era el mejor en aquello.

     Había padres muy siesos. Siempre he pensado en lo afortunada que he sido en la vida por que no me tocó uno de ellos. Esos padres estirados, perfectos en sus posturas que no son capaces de ceder un centímetro ni en momentos como los que te cuento. Los miras, y es imposible acto seguido no mirar a los hijos que los acompañan, tienen falta de magia en su mirada. Por fortuna existen papás locos como lo era el mío, que se despreocupaban en el momento justo y te enseñan a vivir los momentos que realmente merecen la pena en su totalidad. Mi padre me señalaba a esos niños de miradas resignadas y aburridas,  ponía en mis manos un puñado de caramelos de nuestras bolsas y me decía: "dáselos". A veces cuando los caramelos mágicos caían junto a alguno de aquellos niños que no tenían un papá reclamando quien había cogido la presa primero, veía a mi padre abriendo las piernas, o agarrando antebrazos y reclamando el espacio que pertenecía a los niños frente a otros mayores.

     Cuando íbamos de una manzana a otra, mi padre me hacia mirar a las familias y observar. Algunos niños llevaban apenas un puñadito de caramelos y ya se iban de recogida, algunas veces sus padres iban regañando porque no querían estar más rato. Entonces mi padre me movía la cabeza, con ese gesto peculiar suyo y yo le daba varios puñados de nuestros caramelos al niño en cuestión. Luego mi padre, seguía saltando sobre la gente como un Sandokán para volver a llenar nuestras bolsas hasta que todo el cortejo Real se recogía y volvíamos a casa. No sin ir repartiendo caramelos mágicos a todos los que veíamos menos favorecidos en la cacería.

     Aquella noche de la que te hablo, volvíamos cruzando la esquina del kiosko del Cayetano, donde estaba la mercería de Ana la Quintana. Unos chicos adolescentes empezaron a reírse de nosotros, porque yo solo llevaba un par de  puñados de caramelos en mi bolsa. Ellos se reían, porque llevaban dos bolsas grandes repletas. A dos esquinas más arriba, unos trescientos metros, estaba mi casa y mi padre ya había vaciado todo nuestro arsenal repartiéndolo avenida arriba con todos los críos que nos cruzábamos. Los caramelos que nos habíamos reservado eran los que necesitábamos para repartir en casa con mamá y los abuelos y contar nuestras peripecias. Mi padre me miró con cara de decir: "estos son gilipollas, no se enteran de la misa la mitad" yo le entendí perfectamente, y los dos empezamos a reírnos también a carcajadas. Fuimos riéndonos sin parar hasta llegar a casa, donde papá entre risas le contó a mi madre lo que nos acaba de suceder y yo tan feliz, sacaba los caramelos mágicos de mi bolsa.

... No se tú... Pero yo aún creo en la magia de un caramelo. Los he seguido encontrado entre los miles que han tirado y que he repartido, los años transcurridos; mientras he pasado de ser la aprendiz tras los vaqueros de mi padre, a ser la maestra de mi hermana, de mis amigos, de mis hijos... 
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