EL ÁLBUM DE FOTOS DE DIOS-PADRE (Cuento de Navidad)


¡Hola! ¡Mira, qué bien que te encuentro, pues precisamente ahora te estaba buscando! Es que me han confiado este escrito para que te lo haga llegar personalmente. Se trata de un breve relato acerca de lo que ha sido mi vida, y el acontecimiento que determinó su rumbo. Cuando lo hayas acabado de leer charlaremos un poco. ¿De acuerdo?

Me llamo Bartolomé, pero mis amigos me llaman Bartolo. Un día me salió al paso un desconocido, con objeto de entregarme un rollo manuscrito dirigido a mí personalmente. Las palabras del pergamino  explicaban que Dios-Padre estaba totalmente emocionado. Eso era porque en Belén acababa de nacer su amadísimo Hijo Unigénito Jesús, de una Virgen, María, desposada con un hombre justo, José. Así pues, al ver la extraordinaria Belleza de su Hijo, no quería hacer menos de lo que harían los padres emocionados en las próximas generaciones: llenar todo un álbum de “fotos” del Niño Jesús. Como en esa época todavía no se había descubierto la reproducción fotográfica de imágenes, había convocado un concurso de dibujo o pintura, cuyo modelo era su Hijito tan amado.
El escrito añadía aún más detalles: Como premio, el cuadro ganador se colgaría para siempre en la casa de la Sagrada Familia. También se proporcionaría al autor lo que pudiera precisar, si es que pasaba necesidad. No penséis que, en aquellos días, esto era poca cosa, no. Tras la visita de los Sabios de Oriente y todo su cortejo, con la gran cantidad de donativos y bondades que dieron a los pobres y necesitados y, sobre todo, la gran inquietud manifestada por Herodes y con él toda Jerusalén (ya sabéis lo que pasa en estos casos), parecía garantía de adquirir fama, eso de tener las propias producciones artísticas colgadas en aquella casa.
Había entonces en la comarca un buen grupo de dibujantes y pintores muy diestros, ¡no creáis! Uno de ellos había estudiado especialmente los efectos de luz y la manera de plasmarlos en la tela; captó cada sombra, cada reflejo de los movimientos del Niño... ¡Daba gusto verlo!
Otro tenía un don para los detalles; invirtió muchas horas en su trabajo pero, ¡valía la pena! De veras parecía que podías contarle los cabellos al Niño y ver los tejidos moverse con la brisa ¡Qué realismo!
Una señora, ya mayor, sabía dibujar muy bien, y lo hacía con un estilo sencillo, con muy pocas líneas pero capaces de contener todo lo necesario; el resultado era encantador, juvenil.
Bueno, y otros más; no tantos como uno pudiera imaginar pero, unos cuantos por lo menos.
Y yo también fui; sí, también soy bastante hábil y, el mismo tío que me enseñó a leer y escribir, me instruyó algo en cuanto al dibujo. Eso fue antes de que muriera mi mamá, y todos los hermanos quedáramos sólo a cargo de nuestro padre. El pobre tenía que trabajar mucho para sacarnos adelante, pero lo lográbamos colaborando cuanto podíamos y con mucho amor. Ocasionalmente, cuando me era posible, yo ayudaba a algún pastor, para poder ganar algún dinerillo. Pero todavía no podía hacerlo solo pues entonces contaba solamente siete años.
Era la segunda vez que iba a casa del carpintero. Nunca olvidaré la primera, fue cuando pernoctaba con mis maestros pastores y el rebaño ¡Aquella hermosa noche en que el Ángel nos condujo entre cantos de gozo, alabanzas a Dios y augurios de paz!
Cuando me presenté de nuevo, la mujer, María, me recibió con una sonrisa que prendaba el corazón. No era sólo la sonrisa, no, era toda Ella. Como si estuviera absolutamente fuera de todo aquello que nos ensucia a los hombres y, en cambio, llena y traspasada, como empapada, de todo lo que nos hace buenos y divinos. Todas las cosas bellas que he visto en otros las había visto antes en Ella. Me acogió con todo su ser como si fuera hijo suyo y, en efecto, así me sentía, y me dijo: “haz todo lo que Él te diga”.

En principio la exhortación me sorprendió: ¡se refería a su Bebé! Pero 
con el tiempo comprendí que aquel Bebé era diferente de todos los
demás y, efectivamente, me indicaba siempre el camino. El carpintero 
era un hombre apuesto y fuerte, muy sencillo y juicioso; era lo que 
entonces se denominaba un hombre justo. Yo, para mis adentros, tenía 
una explicación sencilla del término: “justo quiere decir ni excesivo, ni 
corto; es decir, que hacía nada más y nada menos, exactamente, a pies 
juntillas, todo lo que Dios quería de él; ahora a eso, se le llama ser 
Santo. Destacaba su alegría constante; cantaba Salmos casi siempre.
 Alguna vez sobresalía de entre los ruidos del taller, su voz profunda y 
bien timbrada, entonar el canto con una intensidad súbita...“¡Ya se ha 
lastimado con algún utensilio! ¡Pobre!” –Decía María en voz baja-. Y es
 que José todo lo acompasaba con una plegaria a Dios, ya fuera 
también con los labios, ya fuera sólo en el corazón.

Empecé a sacar los instrumentos de pintura y observar el modelo, el 
Niño Jesús, para hacer el retrato. Pero en cuanto me sonrió y me miró 
con sus grandes ojos que todo lo iluminaban, no supe ya hacer nada 
más que contemplarlo embobado...Ya había oscurecido afuera, y me 
despabiló la voz de María ofreciéndome alimentos para cenar. La 
comida en aquella casa no sólo me satisfacía el apetito sino que me 
hacía ser diferente; es difícil de explicar, hay que vivirlo, es como si me 
desvelara la pertenencia a aquella Familia. Con todo, tengo que 
deciros que el pan, el vino y el aceite eran buenísimos, y también lo era 
el pan de sicómoro que a mí tanto me gusta.
Al volver con los míos no podía recordar ningún rasgo concreto de 
Aquél a quien debía dibujar, sólo me sentía diferente, con nuevos 
horizontes.
Muchos días más bajé a Nazaret y siempre me pasaba lo mismo. Tanto 
es así que, al cabo de los meses, todavía no había esbozado ni una línea 
en la tela.
Mi padre vino alguna vez conmigo, a fin de conocer a mis nuevos 
amigos. Él estaba muy contento de que me pasara el día allí pues, a su 
parecer, así no me encontraría tan solo, con la ausencia de mi madre y 
él casi siempre trabajando fuera de casa. Empecé a hacer pequeños 
trabajos para la Familia y habitualmente me quedaba a comer y a 
cenar, a veces también a dormir. Sólo me ausentaba para cuidar de los 
rebaños.
Un día en que ayudaba a María a sembrar unas semillas Ella me dijo:
 “hijito, ten cuidado de que no caigan entre las piedras, si no las raíces 
serán superficiales y en seguida se marchitarán en cuanto venga 
sequía; tampoco las esparzas en el borde del camino, que se las 
comerán los pájaros (bueno déjales unas poquitas que coman, 
¡pobrecillos!), cuida de que caigan en la tierra buena para que den 
mucho fruto, ¿eh?” ¡Cuánto me gusta que Ella me llame “hijito”!

Mi padre, ya anciano, estaba muy enfermo cuando me aconsejó que 
partiera con ellos a Egipto. Lo hizo por lo mucho que me amaba, 
renunciando a mí por mi bien. ¡Poco después se fue al Cielo, de tan 
bueno que era!
Fueron días difíciles los de Egipto pero con Jesús, María y José todo se 
podía llevar con esperanza. Todavía me parece ver a José 
pronunciando la berakà (bendición) por la mañana, antes de la 
comida, etc. Y haciéndose siempre la misma pregunta: “¿cuál será en 
este momento la Santa Voluntad del Altísimo sobre mí? ¡En cuanto esté 
seguro de ello, la seguiré!”

Yo seguí con mi oficio de pastor y Jesús, que ya era un “hombrecito” de 
seis años, venía conmigo a veces; no me cansaba nunca de escucharlo. 
¡Todo lo que decía, era a la vez tan sencillo y tan lleno de sabiduría y
 profundidad!...pero cuando me ponía ante la tela para pintarlo, no 
era capaz de recordar ni uno de sus rasgos físicos, ¿cómo podía 
pasarme esto?
Un día tuvimos una gran alegría al reencontrar un corderito que se 
había perdido; dejando el rebaño lo fuimos a buscar, ¡pobrecito! 
Cuando ya me lo había cargado a los hombros, Jesús sonreía lleno de 
gozo mirándonos, ¡se diría que estaba pensando cosas muy
 importantes! Llamaba a las ovejas cada una por su nombre y ellas le 
seguían confiadas, pues conocían su voz. ¡Yo era incapaz de recordar
 el nombre de todas!


Cuando Jesús no venía conmigo, todo me recordaba a Él, el viento, el 
cielo, los prados... al hacer mis tareas, o comer, o andar, sólo me venía 
al espíritu el modo en que Él lo hacía y ya se confundía con el suyo, mi 
proceder. Pero eso no implicaba que hiciera mal las cosas o me 
distrajera; muy al contrario, lo hacía todo mucho mejor. Pero nunca 
pude recordar su fisonomía para concretarla en el lienzo ¿No es 
extraño?
Un día, mientras María separaba unos retales de ropa vieja para 
remendar los vestidos que se rompían (“porque si pones tela nueva, 
tira de la vieja y la rasga” -decía ella-),
 le expliqué lo que me pasaba con el 
retrato de su Hijo y cuán insólito me parecía aquello. Ella me miró con 
sus ojos de Cielo y sonrió; no parecía sorprenderle. En realidad nunca 
parecía sorprenderle nada, como si todo lo llevara ya de antemano en 
el corazón. Siempre que María me miraba y yo la miraba a Ella, sólo 
era capaz de pensar en Jesús y ya no podía sino mirarlo a Él. Hasta 
que volvía a verla a Ella y comenzaba 
de nuevo el itinerario de mi mirada.
 Yo creo que a José le ocurría algo parecido, pero nunca me lo 
confirmó, al menos de palabra.
Transcurrieron más años y, un día, cuando llegó la hora de ponerme a 
pintar (o intentarlo al menos, pues he de deciros que nunca dejé de 
perseverar en el esfuerzo), María me acercó el caballete, como hacía 
algunas veces, y me dijo: “tu pintura me gusta mucho, la colgaremos 
para siempre en nuestra Casa”. “¿Qué pintura?” -iba a decirle- cuando 
vi que me acercaba un espejo en el que vi reflejada mi imagen que,
 aunque no exactamente en los rasgos, pero sí en la esencia, el ademán, 
tenía un aire muy parecido al de Jesús. Todavía no había reaccionado,
 cuando Ella me dijo: “los demás pintores han pintado cuadros muy
 bonitos y esmerados de los rasgos físicos e, incluso, psicológicos de mi 
Hijo, pero tú te has convertido, tú mismo, en un retrato viviente suyo, 
pues tu amor, olvido de ti mismo y humildad, han permitido que Él 
grabara en ti su imagen Sagrada. Ahora como ya has cumplido tu 
misión y el retrato está acabado, lo colgaré en nuestra Casa...” y, 
mientras lo hacía, vi que las paredes se habían convertido en luz y, 
todo era hermoso... ¡estábamos en el Cielo! y el cuadro que colgaba 
era, efectivamente, un espejo, y era yo mismo el que había recibido el
 premio de vivir ya para siempre en su Casa. Vi los cuadros de los otros 
pintores, pues el Padre del Cielo es muy agradecido y nunca deja de
 recompensar cualquier cosa que uno haga por Jesús, María o los 
hermanos. Pero sobre todo me llamó la atención ver a otras personas 
que explicaban que la historia de su vida se parecía mucho a la mía,
 pero con concursos de música, de asistir enfermos, de maestro, de 
hacer de cajero(a) en un supermercado, de cuidar a los niños, etc.
Entonces el Padre Eterno dijo que le complacía mucho más el retrato 
viviente que habían hecho algunos, por el amor que comportaba. Por 
ello había decidido que los rasgos físicos de su Hijo permanecieran en 
el misterio a fin de no distraer los sentidos de los “concursantes”. Así 
pues, dispuso que su Amadísimo Hijo se quedara entre nosotros hasta 
el fin de los tiempos, vivo y real, pero escondido bajo la apariencia de 
pan y de vino en la Sagrada Eucaristía y también de manera 
espiritual, siempre a nuestro lado.
También dijo que quería tener cuantas más “fotos” mejor en el álbum 
de la Familia y, por lo tanto, convocaría un concurso similar año tras
 año, hasta el fin del mundo.
Yo, por mi parte sólo quiero recomendarte que tengas en cuenta que el 
amor se construye sobre la base de un denso tejido de momentos 
compartidos, de detalles de generosidad, de estar unidos en las risas y 
en las lágrimas, la seriedad y los juegos. Lo que se dice popularmente: 
“el roce hace el cariño”.
¡Ah!, me olvidaba de decirte que el desconocido que me comunicó por 
escrito la existencia del concurso de retratos de Jesús, me dijo que fue 
mi Ángel Custodio quien le había encargado decírmelo. También me 
recordó que nuestros Ángeles, en general, se nos comunican así, por 
medio de los acontecimientos y las inspiraciones interiores, no con
 apariciones espectaculares. Además me recomendó muy vivamente 
que no dejara de hacer por otros lo que él había hecho por mí
 informándome de esta oportunidad.
Tu Ángel Custodio es quien me ha 
encomendado que te haga llegar este relato.
¿Quieres participar en el concurso?
¿Harás llegar esta noticia a los demás convocados?
Aquí en el Cielo se está 
lo que se dice en la 
Gloria, 
¡te esperamos!


(Dedicado a Bartolomé Ll. que en paz descasa)






Comentarios

  1. Hoy quiero ser yo la primera en comentar esta entrada que no es mia. Es integramente extraida de otro blog cuyo enlace etá al final. Es un cuento precioso que lei esta tarde en el grupo de "Escuela de blogueros" en facebook y que compartia la entrada Pilar V. Padial. Me ha tocado especialmente la marena de narrar cosas tan reales como la historia y nuestras propias vivencias y experiencias personales de Jesucristo. Tanto que en este concurso hoy, no me importa si no quedo la primera. Lo único que quiero es participar.

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  2. Tu eres tambien una muy buena narradora.

    Un cariñoso saludo amiga.

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  3. Buenos días Mento. De algún sitio sacaba sus ejemplos nuestro Señor y me sorprendió al leerte hoy caer que lo de la tela pudo hacerlo de su Madre santísima, naturalmente, claro.Un abrazo.

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  4. Gracias Belén, no se si tan buena, pero si puedo decir que con amigas como tu me es un placer abrir mi mundo interior, aunque sea un tanto contradictorio.
    Besitos guapas.

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  5. Xtbefree, buenos dias, ¿eres Nip? Vengo de tu blog y me lo has parecido.
    Lo de la tela es para dedicarle un par de entradas solo a la cantidad de sustancia que puede salir de esa catequesis.
    Un abrazo.

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  6. A mi me pareció lo mismo Maria.
    Un abrazo.

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